Jean Pier Padilla
Era febrero y Santo Tomás vibraba con la llegada del carnaval. Carlos, un chico de 14 años, no podía contener su emoción. Desde que era pequeño, había soñado con participar en la comparsa de su barrio, donde todos se disfrazaban, bailaban y reían. Este año, finalmente, era su turno.
Carlos y sus amigos se reunieron en la plaza para empezar a preparar su disfraz. Decidieron que se vestirían de piratas, porque siempre habían admirado las historias de aventuras. Pasaron días recolectando telas, cintas y pinturas. La risa y la creatividad llenaban cada rincón mientras transformaban simples materiales en un colorido atuendo.
El día del carnaval llegó y la plaza estaba llena de música, bailes y risas. Carlos se miró al espejo, emocionado por el disfraz que habían creado juntos. Salió de casa y se unió a sus amigos. “¡Hoy es nuestro día!” exclamó, sintiendo la energía del carnaval.
Mientras la comparsa avanzaba por las calles, la alegría era contagiosa. Los sones de la música, los bailes, y las sonrisas de la gente hacían que todo brillara. Carlos se sintió parte de algo mágico. Juntos, comenzaron a bailar al ritmo de la música, haciendo movimientos de pirata que hacían reír a los espectadores.
De repente, vieron a una niña pequeña que observaba desde la acera, con una expresión triste en su rostro. Carlos, sintiendo un impulso de alegría, corrió hacia ella. “¡Ven a bailar con nosotros!” la invitó. La niña, sorprendida, sonrió tímidamente y se unió a la comparsa. En cuestión de segundos, su tristeza se desvaneció, y comenzó a reír y a moverse al ritmo de la música.
La comparsa siguió avanzando, y cada vez más personas se unieron al grupo. Carlos notó que la felicidad se multiplicaba. Al llegar al parque, todos se reunieron para disfrutar de la fiesta, donde había comida, juegos y música para todos. La comunidad entera se unió en una celebración de unidad y tradición.
Al caer la tarde, Carlos miró a su alrededor y sintió una profunda satisfacción. “Esto es lo que significa el carnaval”, pensó. No era solo un desfile; era un momento para compartir, para crear recuerdos y para alegrar el corazón de cada persona en el pueblo.
Al final del día, cuando el sol se ocultó y las luces comenzaron a brillar, Carlos se sintió agradecido por haber sido parte de esa magia. Sabía que el carnaval de Santo Tomás no solo era una tradición, sino un eco de unidad y alegría que resonaría en sus corazones durante todo el año.
Así, el carnaval se convirtió en un símbolo de amistad y sueños compartidos, recordándoles a todos que la felicidad es aún más grande cuando se comparte